jueves, 25 de julio de 2013

Comte o el lado oscuro del positivismo negativo.

Cuéntase que allá por el XIX existieron varias clases de prohombres, de botarates ilustrados o sin lustre y de gusanos de la más variada laya. Como en todas las épocas del mundo, el ser humano ha paseado su palmito, haciendo y deshaciendo a veces a su antojo e incluso a veces al antojo de lo que supuestamente decía Dios. Las madres parían hijos (también a la buena de Dios y como conejas) y los hijos crecían hasta desarrollarse y convertirse en terribles personas que harían de la tierra un lugar menos habitable y más convulso y tenebrista. Entre estos malparidos de a duro el par nos encontramos al sociokiller del que hoy vamos a hablar, y que en lo sucesivo evocaremos frecuentemente para odiarlo con la efervescencia de un adolescente onanista y como báculo de nuestras andanzas verbosas más sucias y mezquinas: Auguste Comte.

Para ser verdaderamente sincero con el lector, si es que éste existiera y se paseara por las letras de esta humilde bitácora (cuántas veces, por cobardía, no se leen las mejores y más granadas literaturas de los suburbios mentales más underground) hemos de avisar de que la elección de este personaje con el único objetivo de darle matraca y meterle el dedo bien metido en el ojo ha sido una cuestión sencillamente sentimental, cosa que él reprobaría profundamente, al ser ésta una persona que pretendió vanamente ser un intelectual sujeto únicamente por la más fría y huera racionalidad (y al la sazón, su razón se muestra desnortada en todo su legado). También avisaremos de que despreciamos profundamente nuestra manera de proceder, pero por ello iremos evolucionando a lo largo del tiempo y haciendo una profunda autocrítica de nosotros mismos, o bien, por el contrario, alcanzaremos cotas paroxísticas de ruindad sin rebozo ni voluntad de enmienda. Pues bien, regresando al tema que nos ocupa: niñito bien vestido, de familia católica lameculos de monarcas, Comte creyó que revolucionaría la sociedad primero, acudiendo a los más sórdidos burdeles de Montpellier buscando enardecidamente a la mujer fumadora con los jamones más parecidos a los de su madre y por ende matando, en una escalada edípica y de forma inconsciente, supongamos, la figura de su padre renegando, primero de la monarquía y segundo del mismísimo Dios. Agnóstico se proclamó Isidoro y se marchó fumando un puro, atillo en hombro, a la búsqueda del tipo más ñoño existente en la sociedad francesa de esta y todas las épocas que se han sucedido a lo largo de la historia de la humanidad, llegando a superar incluso a Emilio Aragón: Saint-Simon.

Por si no era poca la pavisosería de estos dos personajes, el rebeldón de Comte se convirtió en (coged aire que es posible que os venga un mareo) secretario retozón de Saint-Simon. Y allí, entre flores, árboles, ovejas, y un mundo ideal, un mundo bucólico ideado para soñar, vivieron felices durante siete años hasta su tercera disputa de pareja generada por la cuarta lectura de la genética mendeliana, lectura que se había convertido en obsesión para Isidoro. Y es así como enarbolando la bandera de "el mundo es objetivo" y "me da por el saco tu horizonte ideal" Comte marchó del lado de Simon sintiéndose lo más positivista que había parido la madre tierra. Que si no a las ideologías, que si no a las creencias, que si éstas se basan en emociones, que si el progreso vendrá marcado por un profundo espíritu científico que nos guiará sin necesidad de hacer nada... Estaba tocado, sí; la relación con su contratista y mentor le había dejado maleado y ya no creía en nada más que en los grandes hombres de poder, que según él, tenían el conocimiento entre sus manos: Productores y banqueros. Como si ahora mismo tú, que estás leyendo esto, creyeras que la dictadura de Botín sería lo más beneficioso para nuestra sociedad. Claro está que ni él dió en el clavo, ni tampoco lo dió el Ministro Wert (minus-ter en su más aguda acepción) al estudiar la rama política de la sociología que creó Comte, pues los deplorables resultados son evidentes y el que no tiene ni pu de ciencia, seguirá sin tenerla por mucho que confíe en los banqueros, en Hitler, en el bacalao al pil-pil o en Dios.

El destino trágico de nuestro malamado Comte no fue otro que el que tenía que ser. El gentleman Stuart Mill, viendo el cerdo insatisfecho en el que el pobre se había convertido, abandonado por su mujer, por las cátedras, por los estudios y hasta por su propia cordura, le prestó panoja para que pudiera seguir adelante sin lloriqueos y sin más intentos fallidos de suicidios (vaya positivismo) y supongo que para un bocata de chorizo también.

4 comentarios:

  1. Mira a comte. Es de los que se devoran a si mismos antes de que el mundo los devore Lógicamente Comte se ponia la tirita antes de recibir la herida. Sociólogo tení que ser el paraciencio! Una persona dignísima de odiar por cierto, otro boquituerto del dislate...como Habermas

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  2. Me siento hermanado en espíritu con este blog, que tal verdad estimo
    me sacará de mis estribos, imagino yo. Avanti!

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  3. Me siento como dividida en dos... Entre Habermas y Comte, entre Calamity y... y.... ¡La madre!

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  4. Comtando ovejitas.26 de julio de 2013, 0:27

    ¡Felones, que sois unos felones! Qué os habrá hecho el pobre de Auguste. Desde aquí va mi más agria repulsa a este mentidero sañudo y vil.

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