sábado, 27 de julio de 2013

De la indeterminación intrínseca del agua gallega congelada

Bien decía Cèline, autor al que intentaremos hacer las menos menciones posibles por habernos amenazado con meternos su recortada por el orto con tan sólo pensar en su estampa, que todo el mundo, en tanto que caminantes de la vida, tenemos historias para contar (a no ser que desde el día de tu nacimiento hayas decidido ser hikikomori, cosa que no dentro de mucho comenzará a pasar y que desde aquí apoyamos con toda nuestra mala hostia). Sin embargo, lo bueno para los que escribimos o los que lo intentamos, y lo malo para el resto, es que sin duda no todo el mundo tiene la paciencia, la cortesía, la capacidad e incluso la gramática para hacerlo de tal manera que sus mierdas interesen a alguien. Todo esto bien lo saben Comte o Sartre, cuyas vidas fueron dignas de no pasar a los anales de su propia historia pero que, para jodienda de los que hemos tenido que estudiar determinadas disciplinas en facultades de venta de humo, se pusieron a escribir lo que nunca a nadie interesó. Sin embargo, hay personas -y esto ya lo decía el niño guapín por antonomasia de la época beat- que hacen de su vida una aventura a cada paso. Personas que tienen la capacidad de escribir su historia con estilo a cada instante sin necesidad de coger la pluma un sólo instante. Gente como Neil Casady o, espero que no se piensen que estoy comparando (El sencillísimo me libre), el irrepetible Rimbaud. No han sido demasiadas las veces que me he encontrado con esta clase de seres humanos maravillosos. Un sólo encuentro con ellos puede hacer que tu vida cambie para siempre, que tomes la decisión del año, que elijas caminar tras sus pasos como un beodo a la espera de la frase redentora.

Corría el año.... pasado. Otro de nuestros viajes iniciáticos a Galicia estaba en puro proceso. Creo recordar que nos dirigíamos a La Toja, lugar del cual nos habían contado (y espero que todo el mundo se ofenda) que era como un zoo donde la clase media, ahora baja o en los infiernos, recorría las calles observando anonadados cómo los ricos jugaban con sus cochecitos y sus palitos de golf. Sensación graciosa la que te dejaba aquel lugar tan emperifollado. Antes de llegar a nuestro destino, paramos a echar gasofa al coche y mi compañero de andanzas bajó, ya que estábamos allí, a pedir hielos, pues si no la lechuga medio rancia que guardábamos en la nevera de ir al pinar iba a morir por completo llevándose por delante nuestra nimia economía. La conversación entre el hombre de la gasolinera, un gentleman gallego, alto, de unos 60 años, aburrido en su garita y rosadito como un lechón, y mi compañero de andanzas, fue la que transcribo:

—Buenos días.

—Buenos días.

—Deme una bolsa de hielos.

—¿Fríos o del tiempo?

(Silencio)

—Em... Jejeje, ya que estamos en verano, con este calor, mejor fríos.

—Da igual, el precio es el mismo.

(Silencio)

Se acercan a la nevera donde el hombre abre la puerta corredera y apunta con la mano primero un montón de hielos apilados, luego otro, ambos de la misma marca, cantidad y aspecto.

—Apuntando a un montón) Fríos, 1,20. Del tiempo, 1,20.

(Silencio)

—Em... Sí, sí, deme fríos.

Mi compañero volvió al coche un tanto afectado, confundido, pensando en la naturaleza humana y sus extrañezas. Lo más bizarro de todo aquello es que aquel hombre, que por cierto tenía un gran parecido con nuestro depresivo preferido, Leonard Cohen, había mantenido una inescrutable cara de póker. No había esbozado la más mínima sonrisa durante aquel suceso. Varias hipótesis nos vinieron a la cabeza en aquel momento. La primera, la más sencilla, la de pero grullo, era pensar que aquel hombre había olido mucha gasolina durante toda su vida y que aquello había podido afectar a la sinapsis de sus neuronas cerebrales. La segunda hipótesis, no mucho más trabajada, fue la de creer que aunque la evidencia nos decía todo lo contrario, los hielos podían ser, efectivamente, diferentes. Pero mi colega, en tanto que físico remilgado, no quiso dar cabida a tal aberración antiintuitiva. La tercera hipótesis: El elemento esperó a que desapareciéramos de su vista para acto seguido partirse bien la caja a nuestra costa. Cuarta hipótesis, conectada con la anterior: El tío se aburría pero que mucho (a ver, todo el día metido en una gasolinera gallega...) La quinta hipótesis, la que más nos convenció, fue la de pensar que aquel señor no era otro que el superhombre, aquel que en su forma de pensar, de desenvolverse por el mundo, de llevar a cabo la moral para él y para los demás, había trascendido al resto de los mortales y, sobre todo, a mi compañero y a mí, tristes pedantes que creíamos saber casi todo en una actitud soberbia y antisocrática de "taza llena". ¡Qué gran sensación la de sentirnos pequeños, inocentes y humanos de a pié de nuevo, de hallar la vibrante locura de algo nuevo bajo el sol! No pudimos dejar de intentar hacer un perfil psicológico de aquel hombre, nuestro héroe, al que volvimos a buscar de vuelta al hotel, hostal o puente en el que nos guarecíamos... Pero la gasolinera ya no estaba. Quiero decir, nos confundimos de carretera... Como siempre. Aunque quizás ni la gasolinera ni aquel gasolinero con pinta de cantautor hayan existido nunca. ¿Fuimos acaso espectadores que vislumbraron un distinto plano de la realidad? Dicen que la mecánica cuántica hace posibles esos espejismos fantasmales. O quizás lo que llevábamos en el maletero no era precisamente una lechuga. Juzguen los lectores.

7 comentarios:

  1. ¡Santo cielo, qué inveterada inventiva malsana! ¡Cuán elucubrante, necia, atropellada e insípida ficción!

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  2. Joni el del pedal27 de julio de 2013, 9:59

    aibá k kantida de chorritonterias! komeros una madalena, raros!

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  3. Pues yo, desde mi humilde opinión, creo que no todo el mundo tiene historias para contar y que para ello no hace falta que la gente sea hikikomori, trastorno que, por cierto, no me parece para reírse. Todo es cuestión de cuán abiertos tengas los ojos en la vida y, por desgracia, hay personas que siempre van con ellos cerrados, a oscuras. Yo animo a que toda la gente cuente los testimonios de las cosas que les pasan, y si encima cuentan algo interesante mucho mejor. Decís sobre los que no tienen historias ni estilo, pero a mí este escrito no me ha aportado nada, sinceramente y con todo mi respeto.

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  4. Helicón con jamón27 de julio de 2013, 10:13

    Pues desde mi humilde opinión, Anónimo, quien quiera que seas, eres un/una pavisoso/a pansinsal marmolill0/a aburreabutardas. Aburres a las ovejas y además no has entendido nada. Anda, hazte un favor: tírate por la ventana.

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  5. Juanjo el electicista27 de julio de 2013, 10:17

    Brillante.

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  6. Se me ocurre a mi pensar que así como los gallegos disponen de innumerables demarcaciones para el concepto "tristeza", cuyas tonalidades y matices a nosotros se nos escapan, tal vez también dispongan de polimorfias sonoras para el hielo, tal y como acontece con los esquimales....Aún con esto, me inclino a pensar que el gasolinero coheniano, como buen gallego, pensó que no había mejor manera de responder a la pregunta "tienen hielo?" que con otra pregunta: "normal o del tiempo?". Y es que ya se sabe que toda pregunta exige al menos una respuesta, por lo que el gasolinero decidió contraatacar

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  7. Es posible que quizás el alma gallega se halle habitada por el fantasma de Kurt Godel. Son seres incompletos que buscan completarse mediante la más firme indeterminación. Recordemos la obra del lógico: El más célebre de sus teoremas de la incompletitud establece que para todo sistema axiomático recursivo auto-consistente lo suficientemente poderoso como para describir la aritmética de los números naturales (la aritmética de Peano), existen proposiciones verdaderas sobre los naturales que no pueden demostrarse a partir de los axiomas. Creo que esto basta para explicar y esclarecer el comportamiento que aquí se relata.

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