jueves, 1 de agosto de 2013

Oh, David! (De la azarosa vida amorosa de Ludwig Wittgenstein y otras cosas de las que no se puede hablar, pero hablamos)

Las madres. Madre no hay más que una. Y grande, o por lo menos parecen grandes por que siempre están muy encima de nosotros. Que si cómete la merienda, que si abrígate-hijo-que-hace-frío (cuando ellas tienen frío, no tú), que si estas son lentejas... Forman nuestro carácter y determinan nuestra manera de ver el mundo. Fijaos si no en la Pantoja, que es lo que es por que tuvo madre y por que se metió en la Panda del Chándal, por rebeldía a su progenitora. Sabemos, aunque nadie lo dice, que hay un contubernio internacional de madres levantiscas y sobreprotectoras que tienen como oscuro objetivo moldear el mundo a su imagen y semejanza: con forma de bufanda tapabocas. ¿Quién no ha sentido que su proyecto vital era en realidad el proyecto vital de su madre? Ya lo decía Perséfone: “Madre, déjame comer la granada y búscate un novio, joder, que en el Hades yo me lo paso teta.”

La madre de Wittgenstein no era diferente. Todos sabemos que la madre es todo un mundo para los hijos. Para Wittgenstein era el caso. La suya además debía ser un foca morsa de cuidado, sabiendo como sabemos que el pobre no tuvo mucho mundo fuera de su estrecho halo de influencia. Su madre, católica toda ella, enseñó bien temprano a nuestro Ludwig las bondades de Dios, protegiéndole y reprimiéndole hasta el extremo en el difícil momento de su adolescencia. No podemos constatar que el joven Ludwig tuviese “envidia del falo” de su padre, pues la teoría freudiana afirma que éste caso sólo puede darse en las niñas, y lo que está claro es que Witt sólo era un homosexual. No afirmaremos tampoco que estemos de acuerdo con las teorías que afirman que los homosexuales son psicópatas, pues ni siquiera estamos de acuerdo con Freud ni con toda la caterva de hijos de puta que le siguieron (Lacán a la cabeza). Lo que está claro es que se enamoró de su compañero de pupitre, y eso sólo pasa cuando te enamoras de la idea platónica de autoridad paterna en la figura tajante y expeditiva de tu señora madre (no estamos en absoluto de acuerdo con lo que acabamos de decir, por cierto).

La cuestión es que, a la tierna edad de 10 años en esa escuela de aldea austriaca, en las bucólicas y agrestes praderas de la Austria profunda, nuestro protagonista fue el oscuro objeto de deseo de otro niño de su edad. Pelo moreno, hirsuto y encrespado, tez enfermiza, feo como un pez abisal y muy parecido al padre de Witt. Nuestro pequeño Witt se vio turbado, y después más turbado con los requiebros de este tapón orejudo, y un día quedaron para pasear cogiditos de la mano entre cabras merinas y florecillas silvestres. Qué sorpresa mayúscula para nuestro lógico el ver que el pequeño pueblerino se había rezagado por que estaba ocupado en morderle el cuello a uno de esos pobres animalillos peludos. Es muy posible que ese niño fuese el terrible Chupacabras, temidísimo psicópata anónimo que tenía atemorizada a toda la comunidad campestre. Y tú, estimado lector, estarás pensando: “jo, ese niño era el mismísimo Hitler”. Y lo era, efectivamente, atinado lector. A partir de este episodio, Wittgenstein, horrorizado, se cambió de pupitre y nunca llegaron a consumar su amor. Después de estos hechos tan notables, Hitler se hizo mala sangre (beber de las venas de una cabra a morro no debe ser muy bueno para la salud, pero hace cosquillitas en el bigote -quizás ahí tenemos el origen de su famoso bigotillo-) y en su sed de venganza, más propia de un japonés cabreado que de un alemán soberbio, decidió cargarse no a Wittgenstein, si no a la idea prototípica de Wittgenstein. Vamos, que se puso a matar judíos (cierto, habíamos dicho que la mamá de Ludwig era católica, pero su familia era judía. ¡Y si no, consulta la puta wikipedia, so listo!).

Esa primera experiencia traumática en su “adolfescencia” hizo de nuestro lógico favorito un tipo huraño, solitario y taciturno. Un cena-a-oscuras, vamos. Tras estudiar ingeniería (obligado por su mamaíta) se fue a Cambridge a darle la brasa al opínalo-todo de Russel. Allí malescribe un engendro ininteligible llamado, para más inri, “Tractatus logico-philosophicus” (sic). Después de ponerle a su hermana un quiosco en la Gran Vía, se hizo (¡tacháááán!) profe de secundaria, y con la escusa de andar desapercibido con eso de llamar siempre la atención, nuestro Witt se metió en la marina, escaldado con los pedagogos y los pedagogós de todo a cien. En la marina, Wittgenstein tuvo el duro y muy importante cometido de sujetar el faro del buque. Era un sujeta-faros rodeado de rudos y curtidos marineros, cuya más erudita lectura era “Coños VIP” o “Ladilla's Women”, que después se iba a mariposear a la sala de oficiales a dar coba a los niñolines de uniforme. Entre tanto redactaba inflamadas cartas de amor a su amorcito platónico, un anónimo menda llamado David. Sus cartas a David no es que fuesen un arrebato de pasión. Vamos, comparadas a las suyas, las de Urdangarín parecen escritas por Cyrano de Bergerac. A todo ésto, corría la primera guerra mundial, y aquí, en el buque mientras hacía de sujetafaros, pergeñó sus dos (mínimas) obras siguientes en sendos cuadernos, uno azul y otro marrón, llamados “Cuaderno Azul” y “Cuaderno Marrón”, haciendo gala de una desbordante imaginación en esa ardua e ímproba tarea de poner título a las obras de uno. Aquí no nos meteremos mucho con él, dado que él mismo se quejó de su incapacidad para la expresión escrita, pero sí que haremos pupa (nos gusta zaherir) con todos esos filosofastros postmodernos que se masturban pensando en el trascendental y arcano significado de su grámatica, semántica, semiótica y viceversa. A saber qué le encontrarán a ese compendio de balbuceos “in the dark”. Y es que para muchos filósofos de postín, el interés de una obra parece ser directamente proporcional a lo poco que se entienda. Incluso algunos son capaces de llenar tres horas de conferencia diciendo todo lo que Wittgenstein nunca quiso expresar.

Tras estos azares, nuestro gran Witt regresó momentáneamente a Cambridge a seguir dándole la brasa a Russel. En un arranque de absurda sinceridad, Ludwig confesó su amor por David a su mentor, con tal chiripa del destino que resultó que Russel conocía al mentado David de cuando era palanganero en los burdeles de Hannover (no nos preguntes qué hacía tan reputado profesor en los burdeles de Hannover, no somos tan listos). Pues bien, después de años y años de escribir cientos de misivas incendiadas de amor eterno, resultó que el tal David era analfabeto y que todos esos ríos de tinta fueron en vano. Ello supuso un duro golpe para el bueno de Witt. Tanto que le hizo replantearse su postura ante el universo, la vida y todo lo demás. Ludwig, con una nueva perspectiva en su cabeza, repasó toda su obra filosófica anterior a la búsqueda de incoherencias semánticas e inconsistencias filosóficas. Resultado: su obra entera era incoherente a la luz de su nueva experiencia. Un asquito, vaya. ¿"Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”? Mamonadas.

Todo un nuevo mundo se abre ante él y comprende que (cojan aire) “el significado de las palabras y el sentido de las proposiciones está en su función, su uso en el lenguaje, y que el criterio para determinar el uso correcto de una palabra estará determinado por el contexto al cual pertenezca y el aire de familia con las demás.” Por lo dicho, es notorio que Witt rehuye de nuevos compromisos y sólo quiere aire de familia, volver a casa de su mamá, sobreprotectora y a menudo cruel, pero que es un pecho abundante y generoso donde reposar de los dolores del mundo, para el caso la vida. Pero su madre le rechaza, alegando que iba a reformar la casa. Era mentira. Su madre se había liado con un tío de Hitler, que era igual que Adolf pero en forzudo y barbudo, y no quería líos con el berzatriste de su hijo.

Nuestro héroe vuelve a su alma mater, Cambridge, cabizbajo y con el rabo entre las piernas, que por cierto, sus alumnas de secundaria decían que eran bien bonitas y pizpiretas. Allí pasa el resto de su vida entre peloteras con Russel y visitas al retrete. De esas cuitas entre mentor y pupilo sabemos que a Russel le gustaba citar a Auguste Comte dejándolo caer de cuando en cuando en sus discusiones, no sabemos si por adhesión a la limitada cosmovisión del positivista o por pura maldad y con el único motivo de chinchar al pobre Witt. Nosotros nos inclinamos a pensar que obraba a mala fe cuando citaba al francés innombrable y que la negra inquina que Russel le tenía a su antiguo alumno fue, poco a poco, minando la salud de éste. Y aquí es donde tenemos que aclarar que sus últimas palabras no fueron “Diles que mi vida fue maravillosa”, como consta en sus biografías oficiales, sino “Me cago en mi madre”, tal y como recogió un bedel que pasaba por ahí en ese preciso momento. Y si no nos creen, ¿cómo es que se han tragado todo este tocho?

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